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1 abril 2014 2 01 /04 /abril /2014 07:06

LA ENTRADA DE LOS GODOS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA

 

La riqueza minera y cerealística de Hispania hizo de ella la niña de sus ojos para la todopoderosa Roma. Sin embargo, a partir del siglo II d.C., se inició un lento declive en sus estructuras que culminó, a finales del año 409 d.C., con la irrupción de los primeros pueblos bárbaros en la Diocesis Hispaniarum, nombre que a la sazón recibía la península Ibérica. Suevos, vándalos y alanos dejaron atrás la Galia y cruzaron los Pirineos, sin hallar resistencia alguna entre las improbables legiones acuarteladas en nuestro suelo.

 

Hidacio, obispo gallego cuya obra constituye una fuente de incalculable valor para estudiar las invasiones, no escatimó adjetivos para reflejar el horror de esa época de tinieblas: “Incluso las madres se alimentan de los cuerpos de sus hijos muertos o cocidos por ellas mismas. Las bestias, acostumbradas a los cadáveres de hombres muertos por la espalda, el hambre o la peste, acaban con los hombres más fuertes y, cebadas con sus carnes, se lanzan a la destrucción del género humano. Y así, con las cuatro plagas, la de la espada, la del hambre, la de la peste y la de las fieras, que asolan en orbe entero, se cumplen los presagios anunciados por el Señor a través de sus profetas” (Crónica; mediados del siglo V).

 

Los suevos se asentaron en Gallaecia –con capital en Bracara Augusta– y los vándalos y alanos (cuyo trofeo de guerra favorito era la piel de cráneo de sus enemigos) hicieron lo propio en la Cartaginense y la Lusitania. Los vándalos se dividían en dos grupos: los asdingos, que se establecieron en la parte noroccidental de Gallaecia; y los silingos, que ocuparon la Bética. Mientras tanto, Roma se contentó con mantener la provincia Tarraconense, bajo el poder del usurpador Máximo, quien no tardaría en ser derrocado y refugiarse en zona bárbara.

 

La situación en la metrópoli no era lo que se dice fácil. En el siglo IV los primeros grupos germanos se habían asentado en los confines del Imperio en calidad de “federados”. A cambio de proteger las fronteras, recibían una asignación anual. En el caso de los visigodos, estos fueron admitidos por Valente en el año 376; pero sus permanentes roces con los “anfitriones” los llevaron a desafiarlos en la célebre batalla de Adrianópolis (378), que sirvió para probar la pujanza de esta tribu de guerreros. En ese constante tira y afloja, los futuros amos de la Península llegaron a saquear la mismísima casa de Roma (410), antes de convertirse en federados del Imperio (416), con el compromiso de expulsar a los bárbaros del Oeste y el Sur de Hispania. Y es que Roma, por sí sola, no podía hacerlo…

 

La política establece extraños compañeros de cama; aunque, en el caso de Roma y los visigodos, la alianza no fue tan casual. Si el inepto emperador Honorio y su general Constancio se fijaron en ellos, fue porque los visigodos habían mantenido contactos con Roma desde el siglo III y hasta podía decirse que su vecindad los había “desbastado”.

 

La situación de las provincias hispanas seguía siendo una de las preocupaciones del general, pero los éxitos alcanzados por sus aliados godos contra los alanos y los vándalos silingos le permitieron tener esperanzas de volver las Hispanias al lugar donde estaban unas décadas antes.

 

Así pues, tras establecer su residencia en los asentamientos de la Aquitania II, la región limítrofe de la Novempopulania (Aquitania III, sur del Garona) y parte de la Narbonense I, y fijar su capital en Tolosa, los guerreros visigodos irrumpieron en la Península como “federados” del Imperio. En poco tiempo, cumplieron con la misión que les habían asignado y por la cual recibieron numerosas tierras para asentarse. Poco a poco, y antes de que finalizara el siglo V, los visigodos habían transigido con una cierta romanización, por la cual abandonaron, incluso, la lengua germánica, para expresarse en otra entroncada en el latín vulgar.

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Published by MCarmen CB - en Historia

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